De laicos, laicistas, aconfesionales y anticlericales
De vez en cuando se oyen voces que proclaman “¿para cuando un estado laico?” amparándose en la Constitución. Otros responden “laico no, aconfesional”
“Y pocos advertirán que ni el término laico ni el de aconfesional aparecen como calificativos del Estado en la Constitución, aunque el segundo -aconfesional- tiene un claro e inmediato soporte literal en el artículo 16.3 de ésta, donde se establece: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal». Con lo cual, podemos, a la inversa, afirmar que, según la Constitución, «el Estado no tendrá carácter confesional» o, más sencillamente, que es aconfesional. Advertir que el Estado es aconfesional y no laico resultará pertinente frente a quien, como ocurre en la mayoría de los casos a los que aludimos, por «laico» se entiende «laicista», que no es lo mismo.
Por laicidad entendemos la autonomía de la esfera civil y política respecto de la esfera religiosa y eclesiástica, nunca de la esfera moral. Es ésta la concepción de la laicidad que la Iglesia misma reconoce como “un valor adquirido” que “pertenece al patrimonio de civilización alcanzado”. Es importante advertir que, en efecto, la laicidad no es autonomía respecto del orden moral. Para determinados medios que en muy amplia medida parecen señorear el espacio público español ,el carácter laico o aconfesional del Estado situaría el entero orden estatal o, más ampliamente, civil al margen de exigencias morales que, en cuanto proclamadas también desde instancias religiosas, eclesiales, quedarían, sólo por eso, marcadas como específica y exclusivamente religiosas, de tal modo que la pretensión de hacerlas valer y aun el mero proclamarlas públicamente constituiría una falta de respeto, cuando no un grave atentado a la laicidad del Estado. Pero el que también las iglesias hagan objeto de su enseñanza exigencias morales que de suyo son válidas para todos no las convierte en exigencias religiosas que fueran válidas sólo para los creyentes (no debiera resultar difícil entender esto).
La laicidad es una nota esencial al Estado. Adviértase que, en efecto, el Estado es entitativamente laico, en cuanto, por exigencia de su propia naturaleza, la cosa-Estado no es sujeto posible de acto religioso alguno, es incompetente en cuestiones formalmente religiosas; y es laico también, por eso, en el sentido de lego, que ni entiende de, ni está, por lo mismo, legitimado para entender en asuntos (doctrinales, institucionales, etc.) específicamente religiosos. El Estado es religiosamente neutro, como lo es cromáticamente el agua. Cabría hablar antes y más radicalmente de neutridad que de neutralidad religiosa. Pero esto no quiere decir que el Estado haya de desentenderse de lo religioso por completo. Al Estado le corresponde una indiscutible competencia sobre las manifestaciones sociales, en cuanto tales, de lo religioso en atención a las exigencias del orden público y, en general, del bien común. Sobre todo incumbe al Estado garantizar la libertad religiosa y, en general, la de conciencia.
Hasta tal punto es esto así que, en efecto, la laicidad ha de entenderse ante todo como condición y garantía del efectivo ejercicio de la libertad religiosa por parte de todos los ciudadanos en pie de igualdad. Para asegurar esta igualdad, la laicidad, que es respeto a la pluralidad de opciones ante lo religioso, se traduce necesariamente en neutralidad (de cuantos ejercen el poder público) respecto de todas ellas, neutralidad que, a su vez, exige y supone la aconfesionalidad. Pero el Estado ha de ser neutral no ante la libertad religiosa misma -en cuya defensa y promoción, al igual que en el caso de las demás libertades públicas, ha de positivamente comprometido- sino respecto de las diversas opciones particulares que ante lo religioso, y en uso de esa libertad, pueden los ciudadanos adoptar. Entre esas opciones está la negativa de quienes sostienen que lo religioso debe desaparecer absolutamente o, en todo caso, quedar expulsado del ámbito público ... Es ésta la opción a la que convendría reservar en exclusiva el término de laicista. La opción laicista no, por ser negativa, deja de ser particular ni puede, por tanto, identificarse con la postura general propia de la neutralidad por la que el Estado ha de abstenerse de hacer suya, oficial o estatal, cualquiera de las particulares opciones ante lo religioso (incluida, por supuesto, la particular opción laicista). La neutralidad religiosa del Estado supone una negatividad por abstención ante cualquier opción particular respecto de lo religioso. La negatividad propia de la opción laicista es, en cambio, la negatividad por positiva negación de cualquier opción religiosa positiva. El sofisma o, como se ha dicho, el «truco» del laicista supone presentar la negatividad propia de su particular opción -negación, en todo caso, de la legitimidad de la presencia pública de todas las opciones religiosamente positivas como si fuera la propia de la actitud general de neutralidad religiosa que debe guardar el Estado.
Pero, evidentemente, no es lo mismo abstenerse de asumir como propia cualquiera de las opciones particulares ante lo religioso que estar contra todas las religiosamente positivas No es lo mismo no profesar religión alguna que profesar el no a la religión. “Un Estado que asuma como propia la opción particular laicista, la convierte en confesión estatal, con lo cual pierde su aconfesionalidad, su neutralidad y su laicidad. Paradójicamente el Estado laicista no es un Estado laico, puesto que no sería aconfesional, no sería religiosamente neutral”.”
Extracto del artículo del Doctor en Filosofía Teófilo González Vila, publicado en Solidaridad.net
1 comment:
Curiosa reflexión trabalenguistica ;)
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